Jan Ullrich o Lance Armstrong están vetados por la UCI y no pueden ni presentarse en la salida de un Tour de Flandes después de haber sido invitados por la organización, mientras sus coetáneos dopados como Virenque o Jalabert se pasean por los medios y carreras con total protagonismo, Marco Pantani se venera con ofrendas, vídeos recopilatorios y monumentos a su nombre en la carretera y otros pillados in fraganti ejercen como comentaristas en Eurosport o dirigen academias de ciclismo para niños.
Paralelamente, los equipos World Tour están gobernados por directores que en su época como corredor 1) dieron 7 veces positivo; 2) se hicieron una transfusión de sangre de un compañero de equipo; 3) estuvieron a punto de morir por usar perfluorocarbono; 4) fueron compañeros de equipo y dopaje del propio Lance y 5) dirigen el mejor equipo y corredor del mundo con las manos salpicadas con los casos de Riccó, Piepoli, Cobo, Garzelli, Mazzoleni, Simoni, Bertogliati, Casero, Mayo y otros tantos.
Al mismo tiempo, se celebran victorias que se consiguen en base a números que ridiculizan los rendimientos ultradopados de los años 90 y que se escapan completamente de la campana de Gauss del rendimiento ciclista conocido hasta la fecha. Celebraciones que ignoran el decremento de rendimiento en el cuarto de siglo previo pese a todos los avances de material y métodos, conseguido principalmente gracias a la lucha contra el dopaje. Celebraciones ciegas apoyadas en que un corredor es simpático, corre bien o ataca, cuando previamente se ha denostado y señalado con el dedo a ciclistas con un rendimiento dentro de la media, tan solo por correr de manera menos espectacular o no ser muy sociales. Logros ante los que no puedes manifestar tu preocupación, a riesgo de ser tachado de enemigo del ciclismo.
Hoy, toca hablar de la hipocresía y de los verdaderos enemigos de este deporte.